Las Nueve Magníficas

Nos va a pisar! Escondeos pronto! Gritaba desesperada Marta a sus compañeras. Desde hace tiempo todo se había vuelto oscuro, y vivían entre sombras, sin entender lo que sucedía y ya sin esperanzas de poder avanzar. Al principio vieron como llegaron cuatro columnas, se movían acompasádamente, subiendo y bajando ritmicamente, de dos en dos, a veces una permanecía suspendida a centímetros del suelo, a veces las cuatros permanecían apoyadas en el suelo. Cuando estas columnas se movían iban destruyendo todo a su paso, todo quedaba reducido a piedras. Tanta destrucción horrorizó al pueblo, que intentó refugiarse escondiéndose en sus casas, o huir de él, solo aquellos quienes eran más temerarios. A medida que la destrucción avanzaba las ruinas que iba dejando a su paso levantaban una polvareda que ya no dejaba ver la luz, un techo de nubes grises se había instalado y había hecho crecer la confusión y la desesperanza. Pero Marta no iba a darse por vencida, ella no quería huir. Animó a sus compañeras a reunirse, organizó el grupo, distribuyó tareas entre todas. Algunas harían guardia, vigilarían a las columnas y alertarían a los demás para ponerse a salvo. Otras se dedicarían a la investigación, qué era esa cosa infame que había aparecido de la noche a la mañana trayendo la destrucción? Era vulnerable a algo? Cómo vencerlo?. Otras se encargarían de proveer cuidados. Todas tenían una tarea, y se sentían un poco más esperanzadas. Sin embargo, a los pocos días empezó a crecer el rumor de que Marta y sus compañeras estaban locas. “Estás no tienen idea de lo que están haciendo, se creen muy listas y fuertes, pero como van a derrotar a las columnas?”, “Si son mujeres, dónde se ha visto? Es que no ven que nuestros hombres están organizando milicias, y construyendo morteros para demoler las columnas, bien sería que se queden en sus casas cocinando y cuidando a sus niños!. Los rumores se extendieron y muchas mujeres se desanimaron, se dieron cuenta de que estos comentarios tenían razón, que ese no era su lugar, y abandonaron el grupo, y volvieron solitarias a sus casas. Solo quedaron nueve, Marta y ocho compañeras más, que vieron con rabia e impotencia como eran abandonadas por sus propias amigas. La desilusión se apoderó de ellas, pero la rabio encendió sus corazones y las hizo tomar una decisión: “No vamos a dejar de pelear! No nos vamos a dar por vencidas! No estamos solas, nos tenemos a nosotras y lo haremos por nosotras y por el pueblo.”

Cuando las armas estuvieron listas, los hombres organizaron un ataque masivo, que hizo que las columnas enfurecieran como un animal herido. De aquí para allá, moviéndose sin rumbo fijo, destruyendo todo a su paso, levantando una polvareda que hizo aún más oscuro el día. Marta y las ocho mujeres veían con horror como el ataque a las columnas solo había conseguido empeorar más la situación. Los heridos iban cayendo por las calles, las otras mujeres del pueblo corrían a rescatarlos, o huían desesperadas con los niños buscando alguno de los pocos lugares seguros que todavía quedaba en pie. El polvo cubrió el pueblo, ya era imposible ver a más de tres metros, se dificultaba respirar, y solo se oían los gritos y disparos de las armas. Marta y sus compañeras, que se habían mantenido juntas hasta ese momento, se desorientaron y se perdieron en la oscuridad. Todo sucedió de repente. Un ruido atronador, el golpe certero en una de las columnas, y un alarido que provenía de cielo paralizó a todos. Luego, un silencio sólido, pesado, que hizo que todos se quedasen inmóviles con la certeza de que el fin había llegado. Marta que en el tumulto había corrido buscando donde protegerse, se encontró de repente frente a las columnas, sola. El grupo de mujeres se había separado. Un miedo abismal la paralizó, las columnas que estaban quietas sobre el suelo, de pronto se elevaron, y un nuevo alarido más desafiante y aterrador se escuchó. Fueron segundos, fue comprender que el fin estaba próximo y nada podía hacerse ya. Marta pensó en que le hubiese gustado estar con sus compañeras, hacerlo juntas, despedirse y abandonar la vida juntas. Ya no tenía mucho que perder, y aunque las columnas se percatasen de su presencia, inevitablemente esto terminaría, y si debía terminar ella prefería que fuese a su manera. Y así con una voz débil y entrecortada comenzó a cantar llamando a sus compañeras. “Hermana estoy aquí, estoy por ti, no estás sola”. Lo musitó un par de veces, intentando improvisar una melodía, y mientras la repetía un canto iba tomando forma, un canto dulce que nacía desde su corazón. La voz comenzó a aclarase y su canto, como una dulce melodía se hizo más fuerte. Primero le pareció escuchar un eco de su voz, pero no, era otra hermana que repetía junto a ella la improvisada canción. Y luego otra voz, y otra. No estaban solas! Las nueve cantaban como una sola voz, que se elevaba por sobre todos los demás sonidos, un canto que las unía y les devolvía la esperanza y el amor. No se percataron hasta unos minutos después que los alaridos habían cesado. Las columnas permanecían quietas, y los hombres asombrados también habían dejado de luchar. La nube de polvo había comenzado a dispersarse cuando Marta, que aún permanecía cantando junto a las columnas vio como del cielo descendía una especie de cuerda, que la buscaba como invitándola a trepar por ella a subir. Miedo y curiosidad, pero sobre todo curiosidad, llevó a Marta a aceptar la invitación, a aferrarse a esa cuerda gruesa que se movía y la buscaba. Cuando apoyó su mano en la cuerda, y sintió el calor y comprendió que aquello no era una cuerda, era algo vivo que la rodeaba por su cintura y la elevaba por aires en medio de ese cielo gris. Le pareció una eternidad el tiempo que estuvo suspendida, sin embargo no dejó de cantar, ni siquiera cuando frente a ella logró ver dos enorme ojos que la miraban con una profunda paz. Unos segundos le llevó a comprender que las columnas, que la cuerda, que los ojos, formaban parte de un enorme animal. Un elefante tan grande con patas como columnas, y trompa como una cuerda, que la había capturado a ella, y que la miraba con curiosidad. De repente sintió amor por aquellos ojos, comprendió que el elefante se sentía también solo y aterrorizado, y su voz y su canto comenzaron a sonar más suaves y melódicos. Será, que el elefante quería seguir escuchando su canto, que la depositó sobre su cabeza, y Marta se aferró a la oreja izquierda y siguió cantando, con una voz tan dulce que parecía que brotaba de su alma. Así permanecieron durante un largo momento, nadie supo precisar cuánto duró, pero mientras tanto las ocho compañeras de Marta, que tampoco dejaron de cantar, comenzaron a encontrarse entre las ruinas mientras la niebla se disipaba. Todas y todos lo pudieron ver, era un ejemplar magnífico, un elefante colosal, como una deidad descendida de los cielos. El miedo fue convirtiéndose en respeto y admiración, por fin podían ver a la bestia contra la que habían luchado y que tanta destrucción había causado. Las compañeras de Marta lo comprendieron rápidamente, si no actuaban ahora lo volverían a atacar, y todas y todos volverían a estar en peligro nuevamente. Como esas decisiones que se toman sin pensar, solo mirando a los ojos, las mujeres comenzaron a cantar más fuerte para llamar la atención del elefante, y así llevarlo por un camino que conducía a un prado lejos del pueblo. Marta comprendió el plan de sus compañeras, y al oído del elefante le comenzó a decir: “confía en ellas, ellas te guiarán, sigue su canto”. Y el milagro se produjo. Lentamente el elefante comenzó a seguir a las mujeres, con pasos lentos, suaves, sin causar daño, y así se fue alejando y la luz del día volvió.

Cientos de años después, en el pueblo reconstruido, aún hoy se sigue recordando la gesta de Marta y sus compañeras, las Nueve Magníficas, les llaman. Su canto es como himno que las niñas aprenden desde pequeñas de sus madres, tías y abuelas, y que los niños también entonan con admiración. “Hermana estoy aquí, estoy por ti, no estás sola”

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María Lejarraga